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Había una vez una niña llamada Brii, una pequeña llena de curiosidad y pasión por descubrir el mundo a su alrededor. Desde los primeros días de su infancia, Brii notó que los adultos a menudo la comparaban con otros niños, resaltando lo que los demás podían hacer y ella aún no dominaba.
En la escuela, los maestros parecían tener una lista interminable de nombres de niños ejemplares para usar como ejemplos. Decían cosas como: Mira cómo Santiago puede leer tan rápido o Daniela es excepcional en matemáticas, ¿por qué no puedes ser así, Brii?. Estas comparaciones constantes comenzaron a afectar la autoestima de Brii, haciendo que se sintiera siempre un paso atrás y que nunca estaba a la altura de las expectativas.
A medida que los años pasaban, la sombra de la comparación constante comenzó a extenderse sobre Brii. Cada vez que consideraba intentar algo nuevo, el miedo de no ser lo suficientemente buena y la posibilidad de ser comparada negativamente con otros la detenían. Se aferraba a lo que sabía hacer bien, evitando cualquier situación en la que pudiera ser juzgada y encontrarse en una posición inferior.
Un día soleado, mientras paseaba en el parque, Brii conoció a un anciano de aspecto amable llamado Señor Rafael. Brii compartió sus sentimientos de frustración y autoexigencia con él, explicando cómo se sentía atrapada en un ciclo de comparación constante. El Señor Rafael la escuchó con paciencia y una mirada comprensiva, antes de decir: Brii, permíteme compartir contigo una historia que tal vez ilumine tu perspectiva.
Hace mucho tiempo, en un pintoresco pueblo, florecían tres hermosas flores: una radiante rosa, una humilde margarita y una fragante violeta. Cada flor era única y especial a su manera, y todas irradiaban belleza en su propio contexto.
Un día, un jardinero llegó al pueblo y quedó cautivado por la belleza de la rosa, elogiándola por ser la más hermosa de todas. Sin embargo, la margarita y la violeta se sintieron abatidas por la comparación. La margarita deseaba tener el color llamativo de la rosa, mientras que la violeta anhelaba su aroma. La autoestima de ambas flores disminuyó y perdieron su confianza.
El jardinero, al percibir el daño que sus palabras habían causado, reunió a las tres flores y les habló con dulzura: Cada una de ustedes posee cualidades excepcionales. La rosa es deslumbrante, pero la humildad de la margarita y la fragancia de la violeta también tienen un valor único. No necesitan ser como la otra para ser valiosas.
La historia resonó en Brii mientras el Señor Rafael hablaba. Poco a poco, comenzó a comprender que ella también era como una de esas flores. Era única y tenía sus propias cualidades especiales. Decidió liberarse del peso de la comparación constante y en su lugar, enfocarse en lo que podía hacer y en lo que le apasionaba.
Con el tiempo, Brii desafió su temor y comenzó a explorar nuevas actividades y desafíos. Descubrió que poseía talentos y habilidades que eran genuinamente suyos, y que no necesitaba medirse con los demás para ser valiosa. En lugar de mirar a otros para medir su valía, comenzó a mirarse a sí misma y a reconocer su propio crecimiento y progreso.
La actitud de Brii no pasó desapercibida. Sus amigos y familiares comenzaron a admirar su confianza y su habilidad para abrazar su singularidad. La comparación constante que antes la perseguía se volvió distante, dejando espacio para que floreciera la autoaceptación y la alegría de ser quien era.
Con el tiempo, Brii se transformó en una joven segura de sí misma, convirtiéndose en una defensora apasionada de la importancia de valorarse a uno mismo por lo que es. Su historia se convirtió en un recordatorio viviente de que todos somos únicos y que nuestras diferencias son lo que nos hace hermosos y valiosos. A través de sus acciones y su valentía, Brii demostró que cada uno de nosotros tiene su propio camino para brillar y que no hay necesidad de compararse con otros para encontrar nuestra verdadera grandeza.
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