Ya es invierno. Aunque el sol entibia con su caricia el mediodía, la noche pone su pared blanca y deja sus sabanas extendidas sobre el césped. Los primeros rayos atraviesan los follajes claros y pintan de ámbar las coipas de los olmos. Los pinos, en cambio, erguidos sobre sus troncos tallados abren al viento las caricias de sus agujas. No cantan como los álamos con sus hojas de plata a la orilla del rió. En silencio, cuajan sus piñas del verde al rojo y luego se cierran en miles de lenguas de madera, fuertes y resinosas. El perfume polvoriento y ácido me llena el alma de inviernos al aire libre, fogatas y el sereno aplomo de los bosques en las dunas. Uno junto al otro, incólumes y generosos, profundamente quietos, irradian su paz.
El silencio de los pinos.
Ya es invierno. Aunque el sol entibia con su caricia el mediodía, la noche pone su pared blanca y deja sus sabanas extendidas sobre el césped. Los primeros rayos atraviesan los follajes claros y pintan de ámbar las coipas de los olmos. Los pinos, en cambio, erguidos sobre sus troncos tallados abren al viento las caricias de sus agujas. No cantan como los álamos con sus hojas de plata a la orilla del rió. En silencio, cuajan sus piñas del verde al rojo y luego se cierran en miles de lenguas de madera, fuertes y resinosas. El perfume polvoriento y ácido me llena el alma de inviernos al aire libre, fogatas y el sereno aplomo de los bosques en las dunas. Uno junto al otro, incólumes y generosos, profundamente quietos, irradian su paz.