El Diablillo de la Paja


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INFANTIL

Se decía que los montículos de paja que se acumulaban cerca de la villa estaban embrujados. En esto es en lo que Heidi iba pensando mientras cruzaba el campo salpicado de estos objetos, en las historias que su abuela le contaba junto a la chimenea mientras hilaba lana. Recordó el miedo que le inspiraban estos relatos, temía que un día, uno de estos montículos extendiera hacia ella sus brazos de paja y tratara de atraparla, o aún peor: que algo emergiera de ellos para saltarle encima.

Por esta razón, a Heidi le disgustaba que su madre la mandara a buscar a su padre, quien era leñador y la mayoría de las tardes, perdía la noción del tiempo, sumergido en su trabajo, de modo que volvía tarde a casa para cenar. Pero vuelvan antes de que caiga el sol, decía su madre, puede ser peligroso.

Aquél era uno de esos días en los que, inmerso en los troncos y el sonido de su hacha, el papá de Heidi no había vuelto a casa a tiempo para la cena, por lo que la niña caminaba entre los montículos de paja que quedaban de camino para encontrarse con su padre.

Mientras pensaba que le gustaría que hubiera otro camino para no tener qué atravesar el campo de paja, Heidi escuchó cómo algunas ramitas crujieron a sus espaldas, o al menos en algún lugar cercano a ella, señal de que alguien más estaba por ahí.

Heidi miró por encima de su hombro y giró sobre su eje varias veces, pero no encontró a nadie, solo los montículos, observándola silenciosamente. La niña apretó el paso, ansiosa por salir de aquél lugar, pero al mismo tiempo, intentando no hacer ruido para escuchar si la seguían

Unos pocos metros más allá, volvió a escuchar cómo la paja crujía bajo un par de zapatos, esta vez más cerca, lo que la hizo salir disparada de ahí. Volvió la mirada atrás un par de veces, esperando ver qué o quién la seguía, pero no conseguía ver nada por lo rápido que iba. De pronto, tras girar en un montículo para esconderse, chocó con algo que la hizo caer.

Agitada, miró a su alrededor, asustada. Sus ojos se toparon con un niño pequeño que lucía tan asustado como ella, también tumbado sobre su espalda, que pareció querer huir de ella apenas la descubrió mirándolo.

—No, no te asustes —dijo ella, extendiendo las manos hacia él—. No te haré daño, no me tengas miedo.

El pequeño de ojos enormes y asustados se acurrucó contra el montículo de paja, abrazándose las piernas con temor.

—¿También te atrapó? —lloriqueó.

Heidi frunció el ceño.

—¿Qué? ¿Quién?

—El diablillo El diablillo de la paja.

La niña no entendía de lo que estaba hablando.

—¿Qué diablillo?

El niño negó con la cabeza.

—Si te atrapa, ya no vas a salir de aquí jamás.

—Si te atrapa, ya no vas a salir de aquí jamás.

—¿De qué hablas? —Un vistazo más de cerca al niño, le mostró a Heidi que era extremadamente delgado, había ojeras muy oscuras bajo sus ojos y sus ropas estaban gastadas— ¿Cuánto llevas aquí?

Él se encogió de hombros

—Mucho tiempo —respondió en voz baja.

Heidi dudó. ¿Las historias de la abuela serían verdad? había algo en la paja que le hacía daño a los niños? Pero no había tiempo para pensar en eso, pues los sonidos de pasos se escucharon nuevamente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Heidi, intentando ganarse la confianza del pequeño para que la siguiera fuera del campo de paja.

—Alex —susurró el niño.

Ella simuló una sonrisa para darle valor.

—Yo soy Heidi —dijo extendiéndole una mano para que la tomara—. Escúchame, Alex, tenemos qué salir de aquí.

Pero él negó con la cabeza.

—No podemos, ya lo he intentado muchas veces.

—Confía en mí, tenemos qué irnos antes de que el sol se ponga, ya no tenemos mucho tiempo.

Con un poco de resistencia, Alex siguió a la niña entre los montículos, corriendo tan rápido como sus piernas se los permitía.

Habían avanzado un poco hasta que de pronto, una voz chillona los hizo detenerse.

—Miren lo que tenemos aquí.

Los niños se detuvieron en seco y miraron a todos lados. Sus ojos se detuvieron en un hombrecillo sentado sobre el montículo de paja más cercano a ellos. Era un ser pequeño, del tamaño de un ratón, con el cabello verde y un trajecito azul, muy pálido de piel, pero con una sonrisa amarilla de dientes puntiagudos, casi tanto como sus orejas.

—¿A dónde creen que van, mocosos? —preguntó el hombrecillo, mirándolos con el hambre en sus pupilas similares a las de un gato.

Alex se escondió tras Heidi pero sin soltar su mano.

El diablillo de la paja, pensó Heidi de inmediato. Después de todo, Alex tenía razón. Recordando las historias de su abuela en donde le decía siempre que no había que mostrar miedo, se paró más derecha, a pesar de que el corazón le latía muy rápido

—Con mi padre, señor —respondió

El diablillo la miró con curiosidad.

—¿De verdad? —chilló.

—Sí —respondió Heidi con valentía, levantando el mentón—. Así que si nos disculpa
E intentó rodear el montículo sobre el cual se sentaba el diablillo.

—No tan rápido —graznó el hombrecito—. El sol está por esconderse y si un niño está entre mi paja al caer la oscuridad, es mííío —tras sus palabras, soltó una escalofriante risotada.

Heidi pudo sentir el frágil cuerpo del pequeño Alex a sus espaldas, temblando de miedo. ¿Qué había dicho su abuela sobre los seres de la noche en sus relatos? ¿Algo sobre un trato y cosas brillantes? La niña se metió la mano al bolsillo de su vestido y sus dedos tropezaron con un par de monedas que se había quedado allí luego de ir por pan más temprano ese mismo día. Entonces tuvo una idea.

—Nos iremos —repitió la niña. El diablillo abrió la boca para replicar, pero ella continuó a toda prisa—. Saldremos de aquí y a cambio, tendrá esta moneda de oro —dijo mostrándole el objeto.

El diablillo miró con avaricia la brillante moneda en la mano de la niña. Era tentador, pero también tenía hambre y dos niños eran mejor cena que uno solo.

Pareció meditarlo unos momentos en los que los niños se sinteron perdidos para siempre. ¿Volverían a ver a sus padres? Alex ya extrañaba mucho a sus hermanas y Heidi empezaba a sentir que su valentía se le escapaba, pero entonces, el ser habló otra vez.

—Dos de ustedes —dijo señalándolos—, dos monedas.

Heidi pasó saliva con dificultad, metió la mano nuevamente a su bolsillo y sacó la otra moneda, mostrando ambas al diablillo, quien volvió a mostrar sus afilados dientes amarillos.

—Hecho —canturreó, bajando del montículo y acercándose a ellos.

Pero Heidi cerró la mano en cuanto el diablillo saltó para tomar las monedas.

—Danos tu palabra de que nos iremos a salvo —exigió—. O te encerraré en este frasco —añadió, enseñándole el frasquito de cristal que siempre llevaba con ella.

El diablillo la miró, haciendo un mal gesto, pues usualmente, no cumplía con lo que prometía. Los diablillos eran tramposos, mentirosos y burlones, pero éste, se había topado con una niña lista, más lista que él, quizá.

—Bien, bien —se quejó—. Dame ya esas monedas.

Heidi apretó más la mano del pequeño Alex y arrojó las monedas lo más lejos que pudo. Tras esto, el diablillo se lanzó a buscarlas, por lo que los niños aprovecharon su distracción para salir corriendo de ahí hasta alcanzar el final del campo de paja

Exhaustos, se tumbaron sobre el césped para recuperar el aliento. Heidi miró hacia el campo, pero no había rastros del diablillo, por lo que dejó reposar su cabeza en el pasto, junto al pequeño Alex.

—¿Qué están haciendo aquí?

La voz los hizo levantarse de un salto mientras gritaban al unísono, pero solo se trataba del padre de Heidi, con el hacha al hombro y mirada de preocupación.

—¡Papá! —gritó ella mientras corría a abrazarlo— Vine a buscarte. En el campo, me topé con Alex —explicó, señalándolo— y luego vimos al diablillo de la paja. ¡Es real, papá! ¡Es real! —insistió, tomándolo de la mano.

El hombre miró al pequeño y se acercó a él sin soltar la mano de su hija.

—¿Alex? ¿Tus padres son los dueños de la panadería? —le preguntó, a lo que el pequeño asintió— Llevas perdido meses ¿Dónde lo encontraste? —preguntó a su hija.

—Ya te lo dije, en el campo, papá. Las historias de la abuela son reales, el diablillo de la paja lo atrapó.

El hombre, que no creía en cuentos ni leyendas, negó con la cabeza, cansado, se colgó el hacha a la espalda y tomó de las manos a los niños.

—Vamos, volvamos a casa.

—Pero rodeemos el campo de paja, papá, por favor —pidió Heidi, a lo que su padre accedió, tras ver el miedo en los ojos no solo de su hija, sino del recién encontrado pequeño Alex.

Una vez en casa, Heidi corrió a contar a su abuela lo que había visto, cómo había rescatado a un pequeño de las garras del diablillo de la paja y a pedir más historias, pues no sabía cuándo podía enfrentarse nuevamente al peligro.

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